Tonchi

Hace mucho tiempo, cuando mi hermanito menor de seis meses se fue al cielo a jugar con Dios, no sabía nada del famoso día de difuntos.
Antes, esta fecha me era tan indiferente como tantas otras del calendario, a las que con cierta facilidad las identificamos con un número rojo entre los días de negro de cualquier mes del año.
Pero para esta ocasión, y por primera vez en su vida, mi madre había preparado en una pequeña mesa dos velas blancas sobre un mantel negro. Al centro, apoyado sobre la pared, estaba el retrato de Cristo Jesús, aún con la corana de espinas sobre su cabeza. Y unas cuantas masitas alrededor de las velas.
Antes, esta fecha me era tan indiferente como tantas otras del calendario, a las que con cierta facilidad las identificamos con un número rojo entre los días de negro de cualquier mes del año.
Pero para esta ocasión, y por primera vez en su vida, mi madre había preparado en una pequeña mesa dos velas blancas sobre un mantel negro. Al centro, apoyado sobre la pared, estaba el retrato de Cristo Jesús, aún con la corana de espinas sobre su cabeza. Y unas cuantas masitas alrededor de las velas.
—A las doce en punto llegan las almas —me dijo.
Y yo, incrédulo como de costumbre, no sabía qué contestarle por temor a no herirla con mis tonterías.
Y a la hora señalada, un viento casi fuerte abrió la puerta de par en par. Me asusté, corrí para ver quién la había pateado, pero no pude ver a nadie.
—Ya llegó nuestro Tonchi —me dijo mi madre, casi sonriendo.
Me quedé con la boca abierta. ¡Era cierto, por Dios! Un aire de claveles se sentía dentro de la casa; el mismo que respirábamos en el Pabellón de Ángeles, donde estaba enterrado mi hermanito.
Mi madre se puso a llorar después de haber rezado ante el retrato de Cristo Jesús. Lo propio ocurrió con mi papá y mis hermanos. Aún no podíamos entender ese año (y creo que hasta ahora también) cómo es que Dios, con tanto poder a cuestas, nos arrebataba del hogar al último ser más inocente que nos alegraba la existencia.
Tuvieron que pasar años para darme cuenta de que la muerte, aun con el dolor que trae bajo el brazo, nos invita a no olvidar de que el peor dolor de este mundo es pensar que hemos muerto para siempre.
Ahora sé que las almas tienen su única oportunidad el dos de noviembre de cada año para compartir con sus seres queridos la dicha de estar vivos todavía.
Óscar Ordóñez Arteaga
Y yo, incrédulo como de costumbre, no sabía qué contestarle por temor a no herirla con mis tonterías.
Y a la hora señalada, un viento casi fuerte abrió la puerta de par en par. Me asusté, corrí para ver quién la había pateado, pero no pude ver a nadie.
—Ya llegó nuestro Tonchi —me dijo mi madre, casi sonriendo.
Me quedé con la boca abierta. ¡Era cierto, por Dios! Un aire de claveles se sentía dentro de la casa; el mismo que respirábamos en el Pabellón de Ángeles, donde estaba enterrado mi hermanito.
Mi madre se puso a llorar después de haber rezado ante el retrato de Cristo Jesús. Lo propio ocurrió con mi papá y mis hermanos. Aún no podíamos entender ese año (y creo que hasta ahora también) cómo es que Dios, con tanto poder a cuestas, nos arrebataba del hogar al último ser más inocente que nos alegraba la existencia.
Tuvieron que pasar años para darme cuenta de que la muerte, aun con el dolor que trae bajo el brazo, nos invita a no olvidar de que el peor dolor de este mundo es pensar que hemos muerto para siempre.
Ahora sé que las almas tienen su única oportunidad el dos de noviembre de cada año para compartir con sus seres queridos la dicha de estar vivos todavía.
Óscar Ordóñez Arteaga
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